Es imposible recordar la primera vez que tuve pornografía en mis manos o que utilicé algún material para masturbarme, fuese ese su cometido real o no. Ha transcurrido mucho tiempo y en todos estos años he tenido delante tanto material que me sería imposible recordar ni siquiera una décima parte. Sin embargo, reconozco momentos concretos que marcaron el inicio de mi adicción al porno.
El primero de ellos arranca en octavo de EGB, en un trastero con dos compañeros de clase. Habíamos pasado la tarde deambulando sin rumbo, echando el rato entre algún pitillo, visitas al kiosco por golosinas y bebidas, y breves paseos comentando series de moda.
Ya al atardecer, uno de ellos propuso que fuésemos a su trastero porque quería mostrarnos algo, sin revelar qué era hasta que estábamos allí. Se trataba del alijo de revistas porno de su padre. Era un buen montón, debía haber al menos treinta y todas tenían un aspecto anticuado. En su interior había lo habitual: fotos de parejas fornicando en posturas preparadas para la cámara.
Todo aquello me resultaba bastante incómodo. Mi sexualidad no había dado señales de despertar y el contexto no ayudaba en absoluto. En las fotos aparecían mujeres con grandes melenas cardadas y tipos con bigotes y patillas que poco tenían que ver con lo que podía gustarme.
La situación empeoró cuando el chico que nos llevó allí propuso masturbarnos. Nunca he comprendido esa tendencia a la masturbación grupal que había en mi entorno, creo que me ha generado un trauma considerable y que se repitió demasiadas veces. Ellos se desnudaron y empezaron a estimularse, pero a mí no me apetecía y me provocaba tanta vergüenza que solo quería salir de allí corriendo.
Pero no lo dije, me quedé paralizado. Mientras ellos se la meneaban, yo solo podía mostrar incomodidad. No quería estar allí, era el peor lugar del mundo para mí en aquel momento. La situación se tornó aún más desagradable. Al ver que yo no participaba, me animaron a hacerlo. Primero con suavidad, pero al ver que seguía sin querer unirme, empezaron con cierto tipo de chantaje. «Si tú has visto lo nuestro, nosotros queremos ver lo tuyo». No quiero extenderme demasiado en esto, pero acabé desnudo frente a ellos. No me excité. Nada de lo ocurrido allí me provocó la más mínima excitación. Sentí vergüenza y una profunda soledad.
Aquella anécdota me enseñó dos cosas: la primera es que yo no estaba hecho para compartir mi intimidad masturbatoria con nadie. Todas las veces que estuve presente en algo similar acabaron de forma parecida y siempre experimenté las mismas emociones negativas al respecto. La segunda es que mi relación con el porno debía ser algo personal, de alguna forma exclusivo. Debía encontrar lo que me gustaba, el tipo de imágenes que no me generasen rechazo o me pareciesen tan violentas.
El episodio del trastero me demostró que a mí en aquel momento (y durante años) no me atraía el contenido hardcore explícito. No lo descubrí en ese instante, sino unas semanas después a través de una publicación que marcó un momento clave en mi relación con el porno.
La revista «Especial brasileñas» de MAN. No puedo ubicar con exactitud el año, pero creo que era el 96. Y lo especial no era la revista en sí, sino que venía acompañada de un CD. Aquel disco, en el que se podía acceder a las fotos de las chicas divididas en dos categorías (rubias y morenas), marcó mi forma de acercarme al porno para siempre. Venía organizado por carpetas, con tres o cuatro fotos de cada chica, todo clasificado y ordenado. Había nacido mi propio harem digital. Un tesoro al que recurrir siempre que quisiera para volver a ver las fotos que más me excitasen y, cuando estas me aburrieran, hacer un recorrido por el resto del contenido en busca de la novedad.
Esa forma de actuar, que se establece como un patrón característico de la adicción a la pornografía, y que consiste en la búsqueda constante de novedades que disparan nuestra dopamina, ya no me abandonaría nunca.
Pero hay algo incluso más relevante: aquellas eran fotos de chicas en bañador y, vistas desde nuestra perspectiva actual en 2024, ni siquiera se podrían considerar demasiado provocativas. A lo largo de mis treinta años de adicción al porno, una de las claves que me ha hecho recaer o mantenerme enganchado es mi relación con el soft porn. Imágenes «ligeras» en las que no se ven desnudos y como mucho se puede contemplar alguna pose sugerente. Mucho bikini, mucha ropa interior y, por encima de todo, mucha sensación de «chica del piso de al lado», era como ver a tu vecina quitándose la ropa y quedándose en bragas.
Ese tipo de contenido me marcó durante décadas. He llegado a tener miles de carpetas con fotos de ese estilo clasificadas. Una auténtica biblioteca gigantesca de chicas en braguitas sonrientes y despreocupadas. Y solo pensar en ello, mientras escribo esto, se activan varios resortes cerebrales que me recuerdan lo mucho que me gusta eso y que no tiene nada de malo…
Antes de llegar a los pozos oscuros y profundos que me llevaron a querer desengancharme, pasé mucho tiempo buceando y regodeándome entre esas fotos. Primero en cualquiera de mis ordenadores y después a través del smartphone.
Más allá de las experiencias físicas desagradables como el episodio del trastero, mi vínculo inicial con la masturbación a través de la pornografía me llegó con lo digital, un CD con fotos de chicas en modo veraniego. Lo más curioso es que aquella revista, y gran cantidad del porno que llegaría a mi vida después, me llegó a través de mi padre y de mi abuelo, dos de mis referentes masculinos importantes. Pero esa es una historia para otro día.
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