Uno de los grandes problemas que trae consigo la adicción al porno es que ejerce sobre ti un control silencioso sin que apenas te des cuenta porque muchas veces se camufla de «exceso de libido». A lo largo de todos estos años y sobre todo en los últimos, me he dado cuenta de cómo funcionaba ese control, esa cadena alrededor del cuello que llegó a pautar toda mi rutina, incluyendo la frecuencia de mis relaciones sexuales.
Cualquier adicción se apropia de todos los ámbitos de tu vida, pero sin duda sus efectos se notan mucho más en unos ámbitos que en otros. En mi caso el primer problema llegó a modo de querer masturbarme en lugares nuevos, tener ciclos de pornografía, masturbación y orgasmo (PMO) más allá de las paredes de mi habitación.
Empecé masturbándome en casa de mis abuelos y también en la de mi padre y viví alguno de los episodios más embarazosos de mi vida que ya contaré en otro momento. Me masturbé en casa de algún amigo y, a falta de encontrar pornografía a mi disposición, me escabullía por los pasillos y me colaba en alguna habitación buscando alguna prenda íntima femenina con la que dar rienda suelta a mis fantasías y subir a tope la dopamina.
Me masturbé también en la gran mayoría de los trabajos que he tenido y allí también viví experiencias tan vergonzosas que ni siquiera sé si soy capaz de contarlas.
En todos aquellos momentos jamás me sentí mal por hacerlo (salvo en esos momentos embarazosos puntuales), es más, cada vez que lo hacía lo sentía como una pequeña victoria, un sitio más en el que había dado rienda suelta a mis instintos y a mi placer. Consideraba que era una persona hipersexual, alguien con unos niveles muy altos de excitación y que no pasaba nada por dejarse llevar y pasar pequeños ratos de placer en cualquier sitio y a cualquier hora.
Con los años eso nunca cambió. Me masturbé en trenes, en aviones, en autobuses, en centros comerciales, en cafeterías, en restaurantes…
Nunca me di cuenta de lo que estaba pasando, lo tenía tan incorporado como algo normal, que ni siquiera se me pasaba por la cabeza que estaba delante de un comportamiento compulsivo manejado por una adicción alimentada durante décadas.
El problema en realidad no era el ansia por masturbarme en lugares nuevos, sino que mi cerebro interpretase eso como un rasgo de personalidad más, como si fuese equiparable a tener un carácter muy fuerte, a ser muy cariñoso o a mostrarse bastante optimista. Una simple característica más hasta el punto de pensar: yo soy así, es lo que hago, es como me comporto y no hay nada de malo en ello, he de aceptarlo y ya.
Y ni siquiera era algo complicado de aceptar. En mi visión del mundo estar hipersexualizado no era un inconveniente, más bien al revés, era una cualidad destacable, un rasgo a desear en cuanto que me permitía disfrutar más y más de mí, de mi cuerpo y de la vida misma.
Esa cadena creada por la adicción nunca cambió, ni siquiera teniendo pareja. En todos estos años he tenido diferentes compañeras. Con algunas apenas estuve algunos meses y con otras mantuve relaciones de varios años. Ahora mismo llevo casi ocho años con mi pareja actual.
Estando con ellas mi frecuencia de PMO no bajaba, pero sí que se alteraba en un punto concreto. Si creía que había posibilidades de mantener un encuentro sexual dejaba de masturbarme dos o tres días antes para que mi energía y mi potencia no disminuyesen.
Esto se convirtió en otra pauta de vida más marcada por mi adicción al porno. Cada vez que me iba a ir de viaje con mi pareja o cada vez que quedábamos en su casa un fin de semana arrancaba el ritual. Dos o tres días antes me masturbaba varias veces seguidas para sobrellevar ese pequeño periodo de abstinencia que vendría después. He llegado a calcular las horas con exactitud para dejar 48 horas justas entre la última eyaculación y el encuentro sexual. Era mi forma de apurar al máximo y masturbarme una última vez.
De ese modo, cuando llegaba a casa de mi pareja o al lugar en el que fuese a darse el encuentro, me sentía excitado, con ganas y con la capacidad mental que necesitaba para mostrarme vigoroso y en forma. El caso es que me funcionaba. Gran parte de los encuentros sexuales eran muy satisfactorios para mis parejas y eso solo servía para apuntalar en mi mente que la rutina era perfecta.
Pero había una contrapartida o más bien dos. La primera era que a veces ese encuentro que yo había previsto en mi cabeza no ocurría o al menos mi pareja no tenía ganas. Las peores transformaciones, los momentos en los que me he convertido en un ser más que despreciable han llegado en esos momentos. Me enfadaba muchísimo, a veces lo demostraba de forma abierta y otras lo hacía a través de una actitud pasivo-agresiva muy hiriente. Llegué a insistir durante horas y recurrir demasiadas veces a la manipulación y al chantaje emocional.
Me había preparado para aquel encuentro sexual, había renunciado durante días a mi rutina más sagrada y ahora no iba a marcharme sin más, así que hacía todo lo posible por conseguir esa «recompensa» que me había ganado.
Si hay algo que odio de mi adicción a la pornografía es haberme hecho comportarme de ese modo tantas veces. Hice daño a las personas que más quería y a gente que me demostraba a diario que me quería a mí. Me comporté tan mal que me duele mucho reconocerlo y reconocerme en esas actitudes.
La segunda contrapartida llegaba al poco de terminar el encuentro sexual. Mi período de abstinencia había concluido y, aunque casi siempre eyaculaba junto a mi pareja, mi cerebro me decía que se abría de nuevo la veda para masturbarme en solitario. Así que lo hacía. Horas después de haberme acostado con alguien volvía a buscar algún sitio en el que seguir con el ciclo de PMO que había dejado de disfrutar durante tantos días.
Algunas veces me masturbaba en el baño o en otra habitación, pero he llegado a hacerlo con ellas durmiendo a mi lado.
El control que la adicción al porno ejercía en mí era total y absoluto y yo ni siquiera era consciente de ello. Cualquier rutina o cualquier hábito que quisiese incorporar en mi vida solo era posible si se compenetraba o tenía hueco entre mis ciclos de PMO y, si no lo era, se quedaba fuera o desaparecía después de pequeños intentos.
La cadena de la adicción funciona así, se introduce en todos y cada uno de los ámbitos de tu vida y no solo no eres consciente, sino que puedes llegar a verlo como un simple rasgo de personalidad.
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