A lo largo de todos estos años he llegado a tocar fondo, a sentirme dominado y esclavizado por completo. He sentido rabia e impotencia, e incluso cuando no era de todo consciente de lo que me pasaba en realidad, he experimentado sentimientos de frustración muy altos vinculados a mi consumo de pornografía.
Alguno de esos episodios no sé si podré contarlo nunca, pero me gustaría poder hacerlo porque relatar esos momentos me sirve para exorcizar mis demonios más antiguos y profundos y también como advertencia para cualquiera que considere que «está empezando» o que «lo tiene controlado».
Cualquier adicción puede escalar de forma muy intensa en un periodo de tiempo muy corto. Basta con que se activen a la vez diferentes disparadores para que necesitemos un consumo más intenso y aunque sí que existen rachas, es decir, hay fases de relativa tranquilidad y fases de descontrol absoluto, cada vez que superamos nuestros límites establecemos una base nueva para nuestro sistema de recompensa y experimentaremos mucho antes una sensación de no tener suficiente y necesitar mucho más.
Fue después de alguno de esos momentos en los que sentí que estaba sobrepasando un límite cuando asomó por primera vez en mi mente la palabra adicción. Pero debo reconocer que eso no ocurrió ni en las primeras veces y ni tan siquiera en los primeros años. Tuvieron que pasar décadas antes de que empezase a considerarme un adicto.
Puede que tú estés en una situación similar y que todavía no tengas claro si eres adicto o no. Por eso quiero hablarte de esos momentos en los que me dí cuenta de que lo era. Todos ellos me llevaron al límite de alguna forma y, en ocasiones, lo hicieron de maneras muy diferentes.
Hoy quiero hablar de una de ellas, la relación que en mi caso siempre ha habido entre la adicción al porno y el gasto de cantidades excesivas de dinero.
Porno y dinero, uno de mis mayores demonios
Resulta paradójico que teniendo a nuestro alcance millones de archivos pornográficos en forma de vídeos, fotos, libros, videojuegos… acabemos gastando grandes cantidades de dinero por conseguir más porno. Puede parecer que no tiene sentido y, sin embargo, la lógica que sigue este sistema es aplastante.
Ya hablé en uno de los primeros textos del harem digital, esa colección privada de porno que configuramos según nuestros gustos y preferencias. Ese harem, a pesar de estar construido con material al que se puede acceder de forma sencilla, es privado, es único y aunque resuten parecidos, no existen dos iguales.
En mi harem había en un principio muchas más fotografías que vídeos y una gran mayoría estaba conformado por softporn, imágenes de chicas en ropa interior simulando momentos cotidianos en una especie de juego o de roleplay de «la vecina de al lado».
Consumía esas fotos en páginas específicas y, en cuanto llegaron las redes P2P, empecé a descargar sets completos que buscaba y localizaba en diferentes foros.
Mi adicción en ese momento se iba especializando. Por un lado buscaba un tipo de contenido muy concreto y, por el otro, debía estar protagonizado también por una serie de chicas muy concretas. Era una colección personalizada basada en una serie de modelos determinadas. En aquel momento mi consumo no se expandía hacia otros tipos de contenido, tenía muchísimo material ya almacenado, pero me quedaba muchísimo más por conseguir.
Y es aquí donde entra el juego el dinero. Cada una de esas modelos tenía su propia página web en la que por una módica cantidad podías acceder a colecciones de fotos y vídeos nunca antes vistos y que todavía no habían sido pirateados por nadie.
Esa lógica del «contenido premium» o de la exclusividad a la hora de poder conseguir un material inédito o al que solo tienen acceso una serie de elegidos es la misma que existe hoy en día con la relación que establecen algunas modelos entre sus redes sociales abiertas y servicios como onlyfans, patreon y similares.
Hace casi veinte años, alrededor de 2005, me suscribí por primera vez a la web de una de mis modelos favoritas. Lo hice como una forma de premiarme a mí mismo, un pequeño regalo que iba a traer algo de novedad a mi colección y, por tanto, me iba a aportar un extra de placer durante un tiempo.
Pagué, entré en la web y mi cara cambió. Aquello era todavía mejor de lo que yo esperaba, había cantidades ingentes de nuevo material e incluso podría completar sets de fotos que tenía incompletos. Recuerdo que tal fue el impacto y la ilusión que salí a comprar un disco duro externo en el que iba a recopilar y ordenar bien todo mi harem.
Aquella sensación se mantuvo durante semanas. Ni siquiera recuerdo la cantidad de veces al día que pude masturbarme en aquel momento, pero fueron muchas. Y no me importaba porque en mi interior estaba experimentando gran cantidad de sensaciones positivas. Me sentía ilusionado por esa especie de mina de oro que acababa de descubrir, me sentía poderoso porque iba a poseer todo aquel material y formaría parte de mi colección para siempre y también me sentía entusiasmado por la posibilidad de conseguir lo mismo con otras actrices y modelos.
En los últimos días de suscripción apuré al máximo. Había pagado un mes y quería exprimir bien la oferta que había conseguido para seguir descargando y almacenando material.
En cuanto acabó el mes me di por satisfecho. Estaba tranquilo y había acumulado tantas fotos que no iba a necesitar nada nuevo durante bastante tiempo. En aquel entonces la idea de una adicción, el concepto mismo de ser adicto a la pornografía ni se me había pasado por la cabeza, es más, si alguien me hablase de la posibilidad de que existiese algo parecido me reiría en su cara. Adicto se podía ser a la cocaína, a la heroína, al tabaco, al alcohol, a las tragaperras… pero ¿al porno?
Al empezar el mes me llegó un cargo a la tarjeta. La cantidad era desorbitada, cinco veces más de lo que había pagado en un primer momento por la suscripción. Me quedé bloqueado, no podía ser. Entré en la web, comprobé mis credenciales y, por primera vez, me leí las condiciones de contratación. Ahí estaba, había firmado una renovación automática cada treinta días de más de cuarenta euros.
Traté de buscar en la web la forma de cancelar el servicio y a simple vista no había nada de nada. Me quedé paralizado, me puse blanco y empecé a sudar. Me sentía víctima de una estafa, cómo podía ser que no me hubiesen avisado de esas condiciones, pero sobre todo, cómo podía haber sido tan idiota.
La promesa de incrementar mi harem, la posibilidad de seguir alimentando mi sistema de recompensa con más y más novedades, se habían apoderado por completo de mi razón, había caído en una compra compulsiva con consecuencias nefastas.
Tardé tiempo en ser capaz de pensar con claridad. Empecé a buscar en los términos y condiciones de la web y, después de echarme más de una hora buscando, obtuve la peor de las respuestas posibles: la única manera de anular la suscripción era llamar a un número irlandés, explicarles la situación y cancelar el servicio.
Eso era imposible, ¿cómo iba yo a llamar a nadie para explicarle que quería darme de baja de un sitio así? ¿de qué manera iba a contarle a nadie que consumía ese tipo de material hasta el punto de pagar por él?
El bloqueo fue tan grande que el pago automático llegó varias veces más. El desembolso llegó a ser de cerca de trescientos euros y, por aquel entonces, hacía meses que ni siquiera entraba a la web por la que estaba pagando.
Me sentí impotente, estúpido, estafado y humillado. Al final conseguí hacer la llamada y entre mi poco inglés y la voluntad de la operadora por comprenderme logré cancelar la suscripción. Fue uno de los momentos de mayor vergüenza de toda mi vida. Quería desaparecer, cavar un hoyo que bajase hasta el centro de la Tierra y quedarme allí para siempre.
Pero eso no fue lo peor de todo. Toda esa experiencia debería haberme hecho aprender algún tipo de lección relacionada con no gastar en pornografía. Pero no la aprendí, a lo largo de todos estos años, sumando todas las cantidades, he llegado a gastar varios miles de euros en porno de diferentes tipos y caí de nuevo, por absurdo que parezca, en la trampa de las renovaciones automáticas alguna vez más.
Porque así puede llegar a funcionar una adicción, como una falta total de control o con momentos de una impulsividad tan grande que es capaz de nublar el mínimo atisbo de racionalidad.
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